lunes, 3 de octubre de 2011

EL ADIOS

No hay adioses hermosos. Recuerdo el primero: con los ojos bañados de lágrimas él me propuso salir a festejar. Como para aturdir el dolor a carcajadas.  Fue un dolor inmenso, y secreto.  Lo llevaba conmigo, como una profunda sombra en el alma, hasta que me volví a enamorar.  Él sufría, exudaba dolor por todos los poros.  Habían sido muchos años, más de diez, y ella lo dejó. No pude evitar abrazarlo y besarlo, compañero de naufragio, arrastrados a la misma orilla; y la química fue perfecta. Fue un gran amor. Cuando acabó, entre agresiones, amenazas y hastío, por muchos años no sentí más que alivio.  Pero tampoco fue un adios hermoso. Fue triste dejar la batalla, decidir que la soledad era muy conveniente, que no veía salida ni tenía fuerzas para seguir buscando y luchando junto a él.
El tercer adios fue un golpe seco, un corte limpio, una situación que simplemente no debía perpetuarse. Uno se acostumbra a una relación sin amor, con afecto, pero sin la ilusión de haber hallado un tesoro, sin hallar nada de valor en la otra persona en el día a día.  Se terminó, y dolió más de lo que yo pensaba, pues la simple compañía cotidiana vale más de lo que parece.
Esta vez estuve gritándole a las paredes hasta que perdí la voz, así que el adios fue simplemente un gesto con la mano. Nadie dió nada, disfrutamos los dos suficiente, faltó integridad, faltó coraje. El corazón no se puso a la obra. Simplemente recibió y consumió lo que había. Pero fue un amor, que cobarde y débil, vivió muchos años a fuerza de no salir al mundo, de vivir tan protegido.  El amor que me hizo sentir más grande acabó en el adios que me hizo sentir más miserable.
No hay adioses bellos. Hay adioses valientes, y adioses cobardes. Como hay adioses pacientes o urgentes, y hay adioses necesarios.

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