martes, 8 de noviembre de 2011

ÁTOPOS

Tiembla el lenguaje, la razón se da a la fuga, cuando el desafío de hablar de amor entra en escena. No hay plano, hay flujo, y hay pez torpedo.  Elijo no elegir, continúo, y le escapo así a la muerte. "Para siempre" concretamente es el último acto, frecuentemente opuesto al primero. Nacimiento y muerte. Separación y reunión. Como el destino del beso tímido que transforma a una auxiliar de jardín de infantes en princesa, lánguida y trágica, y a un príncipe en el sapo más aborrecido del planeta.  En un instante cósmico, unos pocos años.

"Ama a quien te haga sentir una reina" me susurró una vez mi hada madrina al oído. Intuyendo mi inclinación a amar al que me hace sentir un diario de ayer, o como una mucama ama a un galán de cine.  Así he amado yo, encandilada, encontrando milagrosas cada una de las miserias que me empeño en descubrir en mi intocable objeto de amor. Tan hermosos sus defectos, como detestables los míos.

Yo no era tan tonta, le explicaba que él no era un dios ni yo una esclava, que la alegría, la luz, la magia venía de los dos, configurando un espacio. No lo entendía, él repetía ritos que creía ya propios, o míos. No lograba figurarse la entidad "nosotros".  Creía que era un puro delirio mío, una entelequia . Y a mi no me importaba, prefería focalizarme en nuestra particular alquimia, en el curso de cualquiera de las horas compartidas.

Un mal día, él exigió la fórmula precisa, gramaticalmente correcta, y al descubrirla tan sencilla, tan cotidiana, dejó de creer, y ya no quiso caminar conmigo.  De la utopía a la atopía hay sólo un paso en falso. La pequeña diferencia entre lo ideal y lo inclasificable.
Ese día él dejó de ser santo y yo dejé de ser rana. Ese día volvieron los años y las distancias a llevarnos a rincones dispares.  Y fué una victoria más de la vulgaridad.




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